Tuesday, May 30, 2006

El verdugo de Don Victoriano/Suverza


El verdugo de Don Victoriano


Alejandro Suverza



Lo apodaron El Matarratas. Era el sicario principal de Victoriano Huerta. ¡No me maten papacitos de mi vida, no me maten que yo sólo cumplía órdenes!, les suplicó a los gendarmes de Venustiano Carranza que a fines de 1914 dieron con su paradero. En los días siguientes, José Hernández Ramírez, El Matarratas, confesó ante un juez que por lo menos diecisiete de sus más de sesenta víctimas se encontraban bajo tierra en el Panteón de la Villa de Guadalupe.

Políticos, militares constitucionalistas y revolucionarios, periodistas y poetas habían pasado por sus caricias tortuosas. Qué se podía esperar de este hombre que era señalado como brazo ejecutor del usurpador Victoriano Huerta, que al arrebatar el poder a Francisco I. Madero, soltaba frases nada sutiles: “Maten y asesinen, que sólo matando a mis enemigos se restablecerá la paz”, o “Para salvar a México, yo nunca he creído que se pueda emplear otro medio que el brutal de la represión, que yo puse en práctica”.

El Matarratas cumplía las enseñanzas al pie de la letra. Él mismo, ya en prisión y con una botella de tequila por delante, le había contado al reportero Nick Carter sobre el crimen del general maderista Gabriel Hernández. Se lo habían llevado a la Inspección General de Policía, una casona de Humboldt 39 que fue habitada por Porfirio Díaz, y tras la caída de Huerta recibió el nombre de la Casa del Crimen.

Nick Carter contó que en ese sitio Ignacio Pardavé “El Torero”, otro hombre apodado El Jorobado, así como José Hernández, torturaban y asesinaban a sus víctimas para lograr ascensos y gratificaciones en plata.

Al general maderista lo colgaron de los dedos del barandal del corredor. “Creyó que lo íbamos a matar, y cuando vio la reata dijo que mejor lo matáramos con bala, no ahorcado. Lo colgamos y mientras unos le daban bofetadas, otros le poníamos calambres en los pies”, relató José Hernández.

Decía también El Matarratas que al general Gabriel Hernández se le estaba chamuscando el cuero de los zapatos. “Comprendimos que sufría mucho y oímos todo lo que él nos decía, pero entonces más cerillos y más golpes...”.

Luego, los de la montada lo fusilaron en el patio del cuartel. Se sabía que las órdenes venían del ofendido Victoriano Huerta, quién lo mandó matar porque persiguió y fusiló a un sobrino del general huertista Bretón, que había asaltado una finca allá, por Hidalgo.
Época en la que los presidentes en turno despachaban en el Castillo de Chapultepec.
De traiciones, de emboscadas, de ataques y resistencias. Convoyes del Ejército Constitucionalista salían de la estación de Buenavista hacia el norte del país para repeler los ataques villistas. Rebeldes y revolucionarios zapatistas acechaban en las afueras de la capital. Los trenes viajaban con escoltas de hasta doscientos soldados para defender a la aristocracia de los asaltos revolucionarios. Los regimientos de artillería de “los pelones” se ubicaban en los pueblos de Tlalpan y Tacubaya. La sierra o el monte estaban a tiro de piedra.
Época de poderes efímeros. No hacía ni dos meses que la Decena Trágica —en que los huertistas asesinaron al presidente Francisco I. Madero y su vicepresidente José María Pino Suárez— se había consumado. Victoriano Huerta arrebataba la Presidencia y asumía el interinato. Los generales Félix Díaz y Manuel Mondragón le hacían esquina para sepultar a cualquiera que se pusiera en el camino.

¡Ay de aquel que hablara públicamente o a través de un medio impreso en contra del usurpador! Fueron por lo menos diecisiete meses de crímenes de Estado. Era asesinado el diputado Serapio Rendón que no sólo en el Congreso, sino en el Hemiciclo a Juárez, llamó asesino a Huerta. El 7 de octubre de 1913 era asesinado también el senador chiapaneco Belisario Domínguez, que tras serle negado leer dos discursos en el Congreso, los imprimió y repartió en las calles. Uno de éstos decía: “…don Victoriano Huerta es un soldado sanguinario y feroz que asesina sin vacilación ni escrúpulos a todo aquel que le sirve de obstáculo”.
El Matarratas, que se desempeñaba como gendarme de la policía huertista, había ido por él hasta el cuarto 16 del hotel Jardín y lo llevó al panteón de Coyoacán. Junto con Gilberto Márquez y el jefe de la gendarmería a pie, Alberto Quiroz, después de asesinarlo a balas, lo desvistió. Ordenó al sepulturero hacer su trabajo, no sin antes permitir que el ministro de Gobernación huertista, Aureliano Urrutia, le cortara la lengua al cadáver, para enviársela a su compadre Victoriano.

El Matarratas aparecía en la escena de por los menos sesenta crímenes. Había matado a puñaladas a los políticos Gabino Morales y Aurelio Perales, y al periodista Juan Pedro Didapp. Al poeta Solón Argüello. Se asegura que envenenó con cianuro al editor de El Correo de Mazatlán, Mariano Peimbert. Pero no por utilizar ese veneno le vino el apodo.
José Hernández Rodríguez, “El Matarratas”, había adquirido el mote por dos circunstancias. La primera, cuando como policía vigilaba la escuela de tiro en San Lázaro y mató a un ladrón que se le abalanzó con un puñal. Y la segunda, cuando en la Chinampa de Tetelco dio muerte a tres asaltantes que huían con el botín.

Tras él estaban la tortura y asesinato de treinta y un personajes de la política mexicana. A la mayoría les había clavado el puñal hasta el cansancio. Cuando lo aprehendieron, tenía por lo menos treinta y cinco. Cabello quebrado y negro. Ojos café oscuro. Una cicatriz le cruzaba la mejilla derecha. Era lampiño. Tenía aspecto entre campesino y maleante. Se dice que trabajó a las órdenes del jefe de la Policía Reservada, Gabriel Huerta, y su lugarteniente Tirso Meléndez. En el grupo estaban también los gendarmes Manuel Pasos, Ignacio Pardavé
“El Torero” y otro apodado El Jorobado.

Utilizaban como centro de operaciones la Inspección General de Policía que después se conoció como Casa del Crimen. Según el cronista Agustín Sánchez González, El Matarratas fue policía durante catorce años y perteneció a la segunda compañía. Con el paso del tiempo se convirtió en agente de la Reservada, de la que era jefe Gabriel Huerta. Allí fue donde conoció al inspector Alberto Quiroz, de quien se decía era yerno de Victoriano Huerta.
Félix Díaz le regaló una pistola en la que grabó la leyenda: “Al agente cumplido José Hernández”. A finales de 1914, en víspera de año nuevo, la entonces policía de Venustiano Carranza le siguió la pista por orden del juez primero de Instrucción, Alberto Rodríguez Aréchiga, que llevaba a cabo el esclarecimiento del crimen de Belisario Domínguez.

Al Matarratas lo hallaron en San Martín Texmelucan, Puebla, de donde era presidente municipal su hermano Juan. Reconoció haber matado a puñaladas a más de sesenta. La mayoría de ellos enterrados en los panteones de Coyoacán y la Villa. Quizás por él pagó Aureliano Urrutia —el ministro de Gobernación que le cortó la lengua al cadáver de Belisario Domínguez—, a quien una tarde de 1913 le enviaron un costal de yute a su casa. Dentro venía su pequeña hija de siete años. Le habían clavado cincuenta y dos puñaladas.
El mensaje escrito a máquina decía: “Ley del Talión, ojo por ojo, diente por diente”.
Aquel día que lo agarraron, el sicario fue llevado a la Inspección de Policía. Era Nochebuena y pasaban de las ocho de la noche cuando vino el cambio de guardia. Él pensó que le llegaba la hora y sacó del bolsillo un frasquito con cianuro. El veneno le dio tiempo de escribir unas palabras: “Comprendo muy bien que me van a fusilar, me pude escapar la primera vez, pero esta vez ya no es posible, no tengo valor para verme frente al cuadro [de fusilamiento] y por eso mismo yo me quito la vida. Señor tenga piedad con mis pobres hijas…” Hasta ahí le alcanzó el veneno. La Casa del Crimen, que antes le había servido para torturar y asesinar, ahora le servía de velatorio.
José Hernández Ramírez, “El Matarratas”, en el apodo llevaba la penitencia.


Suverza. Periodista.

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